jueves, 19 de junio de 2008

Liliana ALEMAN

TODOS LOS MOMENTOS


¿Qué revelación más aterradora que la de comprender
que este momento es el momento actual?
La conmoción no nos destruye, porque el pasado
nos ampara de un lado y el porvenir de otro...

VIRGINIA WOLF, Orlando



Él abre los ojos y de pronto no ve nada. No ve nada pero tampoco puede recordar... Ni siquiera su nombre. Sí, su nombre verdadero. ¿O acaso nunca tuvo uno? ¿Alguien que pudiese nombrarlo...? Quién sabe, quizá ni él exista realmente en este instante. Aunque respire, claro respira, entrecortado, respira, siente... Un poco entorna los ojos como queriendo calibrar la oscuridad de aquel lugar hasta el momento desconocido para él. Le da miedo, un miedo vertical y suntuoso. Le gustaría abrir los ojos de repente, pero eso lo asusta. Entonces quiere y no quiere. Por nada del mundo se atrevería a enfrentarse a la supuesta oscuridad que debe reinar allí. Y se apiada de ese cuerpo que lo sostiene aunque le parezca desconocido, inimaginable, rígido... Cómo no se conforma. No. Reflexiona. En realidad, el hecho de no recordar hasta carecería de importancia. Es verdad que ha olvidado las cosas. Claro que sí y de una manera generosa. Pero no lo lamenta. Total... quizá aquellos recuerdos intermitentes, escuálidos, casi perdidos, nunca le habrán pertenecido del todo.
Apenas un rato después, en ese ir y venir de cosas por la cabeza, surge lo que para él es casi con seguridad un hecho reciente. Lo toma en consideración y se deja arrastrar por las imágenes. Algunas son difusas como si proviniesen de un charco enlodado. De pronto, él presta atención a la voz que le sale de las profundidades de su ser. Alguien tenía una cita. Es cierto, alguien debía concurrir a esa cita. Y alguien llega a la cita: entra en el Edificio Blanco y de repente un hombre con uniforme le pide el documento. Pero quien fuese que concurre a la cita, se niega a mostrarlo. Miente, dice que ya ha estado en el edificio varias veces y que no es necesario. Se desata una discusión. Muy desagradable, el sujeto con uniforme tiene un vocabulario incontinente. Por fin, ¿presentó su documento? Él duda, aunque lo más probable es que nada haya sucedido realmente, no obstante, por qué alguien no querría identificarse ante el personal de seguridad del Edificio Blanco.
Estar acostado boca arriba le dificulta la respiración. Bosteza. Mordisquea el borde de la sábana en la oscuridad. Se frota los ojos. Con la yema de los dedos recorre la tela. Su textura no se parece a la de una media de red pero él no puede dejar de pensar en todos esos hilos de nylon que se cruzan versátiles formando rombos a lo largo de la pierna. Retuerce la sábana como si quisiera romperla aunque carece de la fuerza suficiente. Y tampoco consigue moverse bien. Igual prueba incorporarse. Le cuesta aceptar que tiene un cuerpo que no siente. Es como si ese cuerpo estuviera vestido de otra forma, embutido dentro de algo rígido. Mueve las manos a ambos lados: a la derecha roza el lateral de una mesa y a la izquierda el vacío. Lo desespera la idea de ese vacío y también de encontrarse imposibilitado en un lugar de dimensiones desconocidas. Quiere llamar, pedir ayuda, por favor, alguien que venga y encienda la luz... Reflexiona: ¿y si esas personas no son amigables? Mejor tomar recaudos. De nuevo intenta incorporarse: con el tórax hace fuerza hacia arriba pero no puede. Sea lo que sea que lo está reteniendo, esa carcasa, parece adherida a su carne. Decide que por el momento se conformará con mejorar el funcionamiento de las extremidades superiores. Es imprescindible encontrar la tecla de luz y para eso le bastan sus manos. Extiende los brazos bien arriba, los estira por encima de su cabeza, bastante más allá de los hombros hasta que se topa con el respaldo de la cama, unos cuantos barrotes metálicos. Una alegría traspasarlos y alcanzar la pared. Entonces deviene un recorrido minucioso en busca de una tecla, un cable, cualquier cosa que sugiera la presencia de una lámpara... Pero no, sólo la pared fría y ligeramente imperfecta. Igual que sus brazos, también fríos, algo huesudos y carecen de vellos.

Late el párpado izquierdo, el ojo irritado llora. Arde detrás del lagrimal. Se imagina que toda su cara es alargada y de un color azul muy intenso. Coloca la mano encima y forma un cuenco. Permanece así bastante, hasta que el ojo se aquieta. Ahora siente sed. Cree recordar haber tomado un vaso de agua en la cocina de su casa antes de salir. Entonces deben haber pasado varias horas porque está muy sediento. Se humedece los labios con la lengua y al sacarla de la boca tiene la sensación de que es demasiado grande en proporción con la nariz o la frente.

De pronto, un repentino olor a cloro, agua con cloro más precisamente, lo mismo que en los natatorios. Casi se duerme imaginándose dentro de la inmensa pileta cubierta de algún club. Supone que pasa un tiempo incalculable, en efecto, en el tiempo de la semi-conciencia. Sin embargo la sensación de estar en un natatorio persiste. Y casi se vuelve tan real como la de su sed. Pero se da cuenta de que no está en ningún natatorio. Quizá aquel lugar no sea otra cosa que una cárcel y él quien espera la resolución de su condena:
¿Es posible ser culpable sin recordar? En tal caso, ¿será posible, por ejemplo, haber matado a alguien y nunca reconciliarse con el olvido?

*

El ascensor se detiene en el anteúltimo piso del Edificio Blanco a las nueve de la noche. Ella desciende del lado donde se encuentra la angosta escalera que conduce a la torre del reloj. El punto de partida, desde ahí se continúa hasta el final del pasillo. Al doblar a la derecha, tal como se le indicó, ve la otra escalera que la llevará a la oficina del último piso. La cita era a las nueve en punto. Ella observa que el edificio, una mole antigua de oficinas, carece de intimidad: todas las puertas tienen una franja amplia de vidrio esmerilado. Pero a esa hora ya no queda nadie en las oficinas y los vidrios son como paneles oscuros empotrados en las puerta. Ella se mira en el espejo. Piensa que es inútil. Nada, ni el maquillaje, ni los trucos, ni ese mechón intencional cayendo sobre la cara sirven para cubrir sus rasgos grandes. Sube por la segunda escalera que desemboca en un hall mínimo. Ahí lo encuentra al hombre vestido con un ambo gris. El hombre pregunta: ¿Francis? Ella responde que sí. El hombre (¿decepcionado?, ¿confundido?, ¿incómodo?), pregunta: ¿Por qué te vestís así...? Ella explica que le gusta que las cosas no sean tan visibles y le muestra su bolsa de gamuza. Lo acerca para que el hombre la vea. Lo abre y le enseña las ropas que ha traído para cambiarse.

Luego resulta que el hombre la llamó para nada. Él le dice que no piensa ni desea hacer nada con ella. No es eso lo que busca. En realidad quiere que Francis le cuente todos los momentos, sus experiencias, sus ilusiones y cuanta fantasía ella sea capaz de recordar desde la primera vez que lo hizo. Le importa cada momento de ella, en forma minuciosa, de preferencia con moderada exageración. Llegaron a un acuerdo: ella se quedaría con él no más allá de las doce y él pagaría el doble de lo que Francis cobraba habitualmente.
Francis empieza a desvestirse. Primero se quita el saco y lo cuelga en el respaldo de la silla. Después el pantalón, lo dobla al medio cuidando de no arrugarlo y lo ubica sobre el asiento. Sin apuro va desabrochándose cada botón de la camisa, los desprende con la yema de los dedos. Sus uñas demasiado largas, se enganchan en algún ojal. Pero demorar no la preocupa en lo más mínimo. Tampoco lo hace a propósito. Es así. Cuando se queda en ropa interior, abre la bolsa de gamuza y saca un portaligas azul eléctrico. Y como el hombre la está mirando ella le pregunta qué color de medias quiere que se ponga. El hombre termina de quitarse la ropa en silencio. Ya desnudo se recuesta en el sillón. Queda de espaldas a ella y con el rostro en dirección a la ventana. No hay demasiados carteles en esa parte de la calle. Sin embargo el cielo nocturno es lo suficientemente claro y por momentos aparecen destellos luminosos.
Francis termina de ponerse las medias de red y se acuerda de que en la infancia ella se volvía loca por los disfraces. Era lo común en aquellos tiempos donde no podía hablarse las cosas de frente. En especial durante los carnavales, ahí ella daba rienda suelta a su imaginación. Los trajes con volados y mucho colorido siempre fueron de su preferencia. A pesar de que en la casa se le enojaban todo el tiempo. El padre, la madre... Y sí. Mal, muy mal, pero ella no hacía caso. Y qué sentido tiene ahora lamentarse de lo que pudo haberse evitado... Casi con vergüenza, se acuerda de cuando a los doce años fue sola a la kermés. Era a comienzos del verano, la ropa la asfixiaba. De pronto, un desconocido, un viejo fino, la invitó con un jugo. Había un cuarto improvisado al parque. El jugo era dulce y refrescante. El desconocido le sirvió más de uno. Serían tres o cuatro del tamaño de un vasito de café. Al rato había perdido la voluntad sobre su cuerpo. Y se dejó acostar en la litera. También permitió que él le hiciera todo eso aunque le doliese. Después, ella nunca se lo pudo contar a nadie. En realidad porque la confundía el hecho de haberse dado cuenta que a partir de aquella vez, el mundo se le había definido por primera vez.
Francis se queda en silencio. Duda. ¿Sería eso lo que el hombre deseaba escuchar? Él hace un ligero gesto en el aire. Suspira y vuelve la cabeza. Francis le pregunta a qué se dedica. Él contesta: a escuchar historias, cualquier historia, todas las historias que puedan ser hilvanadas para luego pensarlas dentro de una única y singular historia.
¿Y la desnudez?
Sólo por cortesía. Para permanecer en el mismo plano del que cuenta, porque cada uno se desnuda como puede, dice el hombre.

Francis estaba por continuar cuando afuera algo se quiebra. Es un sonido delicado como el de un cristal al partirse sobre el mosaico. La luz se corta y la oficina sólo queda iluminada por el cielo claro en la ventana. Una luna redonda y opaca se dibuja a lo lejos, detrás de los edificios de enfrente. El hombre se pone de pie. Francis ve como esa silueta se recorta sobre la noche. Y es cuando oye que se acercan unos pasos fuertes. Ella se agacha instintivamente. Justo a tiempo, antes del primer disparo. El hombre trastabilla, se golpea contra la ventana. Cae. Y al caer emite un sonido que se disuelve en el aire saturado por el olor a pólvora fresca. Una sombra avanza en dirección a la víctima que está en el suelo... La sombra se detiene delante del cuerpo y apunta directo a la cabeza.

*

Cuando la mujer policía abre las cortinas, un rayo de luz atraviesa la sala. Él se cubre la cara con las manos. Otra vez no quiere mirar. Pero la escucha quejarse. La mujer dice que la mañana es demasiado linda para estar ahí, con él. Los pasos de ella se alejan por un momento. Son pasos ágiles y nítidos sobre el mosaico. Ella le cuenta con tono impersonal que él está internado y que lo han enyesado por fracturas múltiples. Durante la noche, la gente de seguridad del Edificio Blanco llamó al patrullero después de oír los disparos. Más tarde lo encontraron a él, en ropa interior y sin conocimiento, al pie de la escalera que conduce a la torre del reloj. Él mira alrededor del cuarto de hospital: la mesa de luz, una silla, el placard y al lado la puerta del baño. Encima de la silla ve el bolso de gamuza. La mujer de uniforme le pregunta si ese bolso de gamuza es de él. Lo abre y mientras coloca su contenido sobre la mesa de luz , ella enumera: tres pares de medias de red, un portaligas, la bolsa de los cosméticos...
¿Recuerda algo? Hubo un crimen... La mujer policía mira al hombre tendido sobre la cama y le pregunta si conocía a la víctima.
Poco a poco el rompecabezas se recompone para él que casi sin esfuerzo va saliendo de la bruma. Asiente.

*

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