jueves, 19 de junio de 2008

Graciela Bucci

LA OTRA MITAD

Cuando veas un centauro, confía en tus ojos.
José Saramago



Evoco, en la complicidad de este cuarto oscuramente frío, el primer indicio que me dio Víctor: “me siento raro Paula, no quise comentártelo hasta hoy, no quería afligirte, me pasa algo extraño, noto como si mi cuerpo se estuviera fraccionando”.
Sonaba desesperado. La realidad no admitía lógica. Médicos, amigos, parientes, todos alertados, cada uno desde su lugar, tratando de hallar respuestas y soluciones a lo inexplicable.
Juntos nos íbamos apartando a nuestro reducido y valorado mundo de dos. Víctor con sus medias palabras, con sus medios suspiros, con sus medias miradas, con sus medias caricias desesperadas por abarcarme. Asumía la certeza de haber perdido la otra mitad.
Debí sacar, ante su pedido, los espejos de la casa; modifiqué su ropa, instalé el dormitorio en la planta baja; su argumentación era tan válida como irrefutable: todo le costaba doblemente. No logro poner en palabras lo que sentía cada vez que cortaba una manga a sus camisas, amputaba una pierna a sus pantalones, o tiraba zapatos solitarios, divorciados de su compañero. Sacaba a la calle grandes bolsas repletas de tesoros fraudulentos.
Sólo importábamos Víctor, yo, y una vida simbiótica recién inaugurada. Aprendí a reconocer sus vacíos en la cama, a amoldarme a los abrazos mutilados, a los besos imperfectos que trataba de completar mi boca, a un cuerpo sólo parcialmente fundido con el mío. En forma matemática, traté de duplicarme, de recomponer la unidad, el todo.
Brazos como resortes en el intento de atrapar la caricia, besos múltiples para el ojo solitario, ya incapaz de llorar. Todo, lo que fuera, para compensar las carencias de su nuevo estado. Hoy lo siento más bello y más mío. Somos Víctor, su hemi-cuerpo y yo. Más completos que nunca. Como debe ser.
Como siempre quise que fuera.

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